Me llamo Silvia y crecí rodeada de hilos, agujas y telas.
Mi madre es costurera y, ya desde niña, me dejó trastear en su mundo, el mismo que algunos lustros más tardes iba a convertirse en el mío.
Es cierto que siempre me gustó coser (de hecho, tenía 9 años cuando hice mi primer vestido), pero lo consideré una afición que poco tendría que ver con mi futuro profesional.
Pero la vida es cómo es y, definitivamente (y menos mal), tenía otros planes para mí.
A día de hoy, diseño, estilismo y alta costura forman parte de lo que soy; y no puedo sentirme más feliz.
Aquí van tres capítulos imprescindibles en los que aprendí que trabajo y pasión pueden ir de la mano…
1/ La gran decisión.
Mi primer año de bachillerato fue un completo desastre.
Siempre había sido una buena estudiante, pero ese verano me di cuenta de que prepararme para la Universidad no era mi camino y empecé a darle vueltas a mi futuro, imaginándome en distintos escenarios laborales.
Un domingo de septiembre, a pocos días de empezar el año académico, guiándome por mi intuición (y armándome de valor), les planteé a mis padres un cambio de rumbo en el que lo único que tenía realmente claro era dar por terminada mi etapa de bachiller.
Por supuesto, al principio mi reflexión no les emocionó mucho; horas más tarde, contaba con su total apoyo y una alternativa inspirada en el ambiente que siempre me había dibujado una sonrisa: el taller de mi madre.
Solo un día después ya estaba matriculada para cursar el Título Superior en Diseño de Moda con el prestigioso (y reconocido internacionalmente) método de enseñanza de Felicidad Duce.
Fue todo un acierto.
2/ De una inquietud que pedía atención.
Cuando terminé mi formación en moda, sabía muchísimo de diseño y tejidos, tenía grandes conocimientos técnicos y también contaba con una gran destreza con la aguja.
Sabía que estaba en el camino correcto, pero sentía que me faltaba algo; y ese ‘algo’ tenía que ver con una inquietud (algo olvidada) que reclamaba de nuevo mi atención: ayudar a los demás a sentirse mejor con ellos mismos y sus respectivos mundos.
El reto no era baladí: ¿era posible fusionar la moda con mi deseo de mejorar la vida de la gente?
Pues sí, lo era.
Y cuando lo tuve claro no pude sentirme más contenta: a través de mis propuestas de diseño podía hacer que una mujer pudiera pasar de bella a bellísima; lograr que se sintiera segura, cómoda, sensual y poderosa; incluso aumentar su autoestima desde una apariencia cuidada pero sin olvidar su esencia. Eureka, lo tenía.
Solo me quedaba seguir formándome con los mejores, así que me apunté al Master de Asesoría de imagen personal y corporativa, un aprendizaje que disfruté y que me abría nuevas perspectivas.
3/ No hay dos sin tres: el ciclo se completa.
Tenía una muy buena formación en diseño de moda y también en asesoría de imagen. Sabía que se me daba bien, que había nacido para ello.
Pero, fruto de mi autoexigencia, no me contentaba del todo: quería consolidar la excelencia en mi trabajo, asegurar que cada diseño mío iba a ser impecable para la mujer que me lo había inspirado.
Y esa perfección fue posible gracias al curso de Patronaje de alta costura, la guinda del pastel.
Cerraba con él mi ciclo de formación, curiosamente volviendo a mis orígenes, a esa infancia entre hilos y agujas que, al final, resultó ser, tenía ya la respuesta a todas mis inquietudes y talentos.
Desde entonces, con todas las piezas del rompecabezas conectadas, sé quien soy y cuál es mi propósito en mi vida: intensificar la belleza de la mujer.
¿Me dejas que haga relucir también la tuya?